En el corazón de la Inglaterra anglosajona, durante el turbulento siglo IX, surgió un tipo de fortificaciones que supusieron una nueva manera de concebir la defensa, el orden y el territorio frente a una amenaza constante de las incursiones vikingas.
Los burhs fueron asentamientos fortificados promovidos por el rey de Wessex Alfredo el Grande, y que transformaron el paisaje inglés en una red de refugios estratégicos. Cada uno de ellos representaba un bastión de seguridad en una época marcada por el miedo y la devastación de las incursiones vikingas.
La amenaza vikinga
En los años en que los drakkars vikingos surcaban los ríos británicos, las aldeas y monasterios de Inglaterra eran blanco fácil de las incursiones vikingas que saqueaban y mataban a las poblaciones. Los reinos anglosajones, fragmentados y vulnerables, apenas lograban organizar una defensa coherente ante unos enemigos que aparecían y desaparecían con la misma rapidez que las mareas.
Alfredo el Grande comprendió que, para sobrevivir, su reino necesitaba algo más que valentía en el campo de batalla. Era necesario un sistema capaz de resistir los ataques y responder de forma adecuada. Así nació su proyecto de fortificaciones: una red de burhs distribuidos de forma meticulosa por todo el territorio de Wessex. Cada uno de ellos estaba pensado para proteger a la población, albergar tropas y controlar los caminos y ríos por los que los vikingos podían avanzar.
Cómo era un burh
Aunque variaban según el terreno, los burhs compartían una estructura común. Se levantaban sobre colinas, junto a ríos o en puntos de paso estratégico. Sus defensas consistían en altas murallas de tierra reforzadas con empalizadas de madera, rodeadas por fosos excavados a su alrededor. En su interior se organizaban calles rectas, zonas de refugio y almacenes de provisiones.
Lejos de ser simples fortines, estos lugares funcionaban también como núcleos de vida civil. Durante los periodos de calma, los burhs se convertían en mercados, centros de administración y lugares de encuentro. Con el tiempo, algunos de ellos evolucionaron hasta transformarse en ciudades prósperas como Canterbury, Salisbury o Edinburgh cuyos nombres conservan en sus terminaciones (bury, borough o burgh) como referencia de su pasado fortificado.
El Burghal Hidage
El Burghal Hidage fue una de las iniciativas más innovadoras de la época. Este documento describía 33 burhs distribuidos estratégicamente por Wessex y Mercia, interconectados por rutas que permitían movilizar tropas en cuestión de días.

Cada burh estaba asociado a un número de hides (unidades de tierra cultivable) que determinaban cuántos hombres debían contribuir a su defensa. De esta forma, se estableció un sistema defensivo organizado y sostenible, precursor de las redes militares medievales posteriores.
Esta organización, inédita en Europa occidental de su tiempo, permitió resistir la expansión vikinga y consolidar un nuevo modelo político: un reino con conciencia territorial y capacidad de coordinación.
Dónde ver hoy los restos de un burh
Aunque la mayoría de los burhs fueron construidos con tierra y madera, y muchos desaparecieron con el paso de los siglos, aún es posible recorrer lugares donde su huella sigue viva en el paisaje. Algunos de ellos conservan los terraplenes originales, otros muestran el trazado urbano que heredaron de aquellas fortificaciones del siglo IX.
En el pequeño pueblo de Wareham, en el condado de Dorset, se puede experimentar con mayor claridad la escala de un burh anglosajón. Las enormes murallas de tierra que rodean el núcleo histórico conservan su forma original, elevándose varios metros sobre el nivel del suelo y trazando un perímetro casi intacto. Caminar sobre ellas permite imaginar cómo era la defensa de la ciudad en tiempos de Alfredo el Grande, cuando los habitantes se refugiaban tras sus empalizadas para resistir los ataques vikingos.
Otro lugar imprescindible es Wallingford, en Oxfordshire. Allí, las murallas de tierra aún delimitan el centro del pueblo, y el espacio abierto conocido como el Kinecroft marca el corazón del antiguo recinto. Desde lo alto de sus taludes, el paisaje del río Támesis revela por qué este lugar fue elegido como punto estratégico para controlar el acceso hacia el sur de Inglaterra.
Winchester, la capital del reino de Wessex, ofrece una perspectiva distinta. Aunque las defensas originales fueron sustituidas por muros de piedra en siglos posteriores, su trazado urbano conserva el patrón del burh original. Pasear por sus calles es recorrer el mismo espacio que sirvió de refugio y de símbolo político del poder de Alfredo.
En Oxford, los orígenes del burh son menos visibles, pero permanecen en el trazado de las calles más antiguas y en la ubicación estratégica junto al río. El Museo de Oxford conserva piezas y reconstrucciones que ayudan a imaginar cómo era aquel asentamiento fortificado antes de transformarse en ciudad universitaria.
Más al oeste, Cricklade, en Wiltshire, guarda el perfil discreto pero reconocible de un pequeño burh rural. Los restos de sus murallas aún se adivinan entre los campos y las casas modernas, recordando la red de fortificaciones que en su día protegió el corazón de Inglaterra.







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